sábado, 11 de marzo de 2017

Una mirada bíblica a las Maldiciones Generacionales





¿Qué es una maldición generacional?
Se conoce como maldición generacional a los pecados, o consecuencias de pecados, que heredamos de los padres. Es decir, que los hijos podemos estar practicando un pecado que nos ha llegado como una atadura espiritual, o que estamos sufriendo los efectos de un pecado como una herencia de nuestros padres. Estas consecuencias también pueden llegar en formas de adicciones y diversas enfermedades. Un sector de la iglesia que enfatiza en este tema suele motivar a los creyentes a hacer una evaluación retrospectiva e investigar los pecados de sus progenitores. Enseñan que puede que esa sea la razón de que un pecado o un patrón pecaminoso persista en sus vidas. También enseñan que los constantes problemas, las frecuentes enfermedades, y las permanentes crisis financieras pueden ser expresiones de una maldición generacional.

En simples palabras, una maldición generacional apunta a las consecuencias que podemos estar pagando por los pecados de un antepasado. 

Si ese es el caso, el creyente entonces no podrá librarse de esa condición a menos que se le practique liberación. Es decir, una sesión de oración, imposición de manos, y hasta una confesión por parte del afectado, para romper la atadura. En algunos casos, estas liberaciones, que pueden durar varias horas, se llevan a cabo en los templos al final de los servicios dominicales, en retiros espirituales, o en casas como parte de una consejería.



¿De dónde proviene esta enseñanza? 
El texto bíblico más utilizado como soporte para esta enseñanza se encuentra en Éxodo 20, como parte de los 10 Mandamientos que recibió Moisés el monte Sinaí: “No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen” (Éx. 20:5). La misma advertencia se repite luego en Deuteronomio 5:1-11. 

Por tal razón, hagamos el esfuerzo de observar la enseñanza de este pasaje, para así poder entender cómo nos compete a los creyentes hoy.



Entendiendo mejor Éxodo 20:4-5
Es claro que las consecuencias del pecado de la idolatría eran terribles, y el Señor quiso crear esta consciencia en el pueblo. Entonces, ¿qué quiere decir que Dios visitará la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación?

Lo que debemos entender de este texto es que se trata de un principio, y no de una condición irreversible. Es decir, esto no debe ser comprendido como una sentencia definitiva que condenaba sin esperanza a hijos de padres pecadores. El principio es que habrían consecuencias por la maldad, y esas consecuencias afectarán también a los hijos. Pero esto no era un absoluto, en el sentido de que los pecados de los padres serán condiciones irreversibles para los hijos.

Para entender este texto describiré dos escenarios que ilustran bien estas consecuencias.

Si un hombre roba, ese pecado no solo afecta al ladrón, sino también en un sentido muy real a los hijos, porque si ese hombre es encontrado y juzgado, ya no podrá estar por su familia. Además, si robar es el estilo de vida de esa persona, hay una gran probabilidad que los hijos también sean inclinados y movidos a lo mismo.

Otro ejemplo: digamos que un padre de familia es un alcohólico. Tarde o temprano, su adicción al alcohol le puede acarrear consecuencias para él y los suyos. Por ejemplo, si el borracho hace cosas indecentes, o pierde su trabajo, o entra en pleito con otros, o se enferma, eso tendrá consecuencias terribles para los miembros de su familia. Es en ese sentido que la maldad de un padre afecta a los hijos. Y eso sin considerar que un hijo puede crecer predispuesto al alcohol y hasta volverse él mismo un alcohólico pues eso es lo que vio como un patrón normal de conducta. 

El hecho de que Dios visite la maldad de los padres sobre los hijos es más bien un principio de consecuencias y no necesariamente una sentencia absoluta que deja a los hijos sin posibilidad de redimirse. Tampoco debe entenderse cómo una maldición generacional o una atadura espiritual de la que debamos librarnos.

Ésta es la necesaria conclusión que también está descrita en el mismo Pentateuco. Porque en el libro de Deuteronomio, se nos dice que “Los padres no morirán por sus hijos, ni los hijos morirán por sus padres; cada uno morirá por su propio pecado” (Dt. 24:16). Presta atención: “cada uno morirá por su pecado”.

Es decir, en el Antiguo Testamento ya estaba establecido el principio de la responsabilidad individual, descartando toda noción de maldición o atadura generacional. En otras palabras, ningún hijo pagará por los pecados de los padres, sino que cada uno pagará las consecuencias de sus propios pecados. Y aunque nuestros hijos pueden ser afectados por nuestras decisiones, o se pueda padecer la misma enfermedad de un antepasado, como la ciencia lo ha probado, no debemos interpretarlo como que una fuerza espiritual está detrás. Una vez más, las consecuencias que sufrimos no deben ser entendidas como maldiciones generacionales.

En una medida menor, otro texto que es usado para enseñar las maldiciones generacionales se encuentra en Proverbios:

Como el gorrión en su vagar y la golondrina en su vuelo. Así la maldición no viene sin causa (Pr. 26:2).

Pero basar la enseñanza de ataduras generacionales por este verso es un mal ejercicio exegético. Primero, porque en este pasaje no se está hablando de las consecuencias que los hijos reciben por los pecados de los padres. Más bien la línea de pensamiento del autor está orientada a la insensatez del necio. Segundo, porque el texto original de Proverbios 26:2 dice:

Como el gorrión en su vagar y la golondrina en su vuelo, una maldición que no tiene causa no se posan (Pr. 26:2).

Lo que este proverbio quiere decir es más o menos esto: no te preocupes si alguien te maldice sin que seas culpable, tal maldición no tendrá efecto. La maldición que con su boca alguien profiera contra un inocente no tiene poder de hacerle daño, de la misma manera que un ave no daña a nadie cuando vuela. Este texto no está enseñando absolutamente nada de ataduras ni maldiciones generacionales.



Un antiguo error
El hecho de culpar a otros por nuestras desgracias es algo tan antiguo como el relato de la creación. No asumir la responsabilidad individual es precisamente lo que hizo Adán al culpar a Eva cuando fue confrontado por Dios. Y eso es también lo que hizo Eva al culpar a la serpiente, cuando ella fue confrontada por su creador (Gn. 3). Pero en el tiempo cuándo los judíos fueron deportados a Babilonia, esta misma actitud floreció en la forma de un conocido refrán:

Los padres comen las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera (Ez. 18:2).

El pueblo de Israel está cautivo en Babilonia. Hay tristeza, y amargura entre los israelitas. Ezequiel es el profeta escogido por Dios para hablarle al pueblo. Entre los judíos existe una esperanza de que esto terminará pronto y luego volverán a casa. Pero la esperanza es vana. Dios está castigando a su pueblo por sus pecados. Dios los ha entregado a los caldeos en esta segunda deportación y todavía una deportación más está en camino. Esta actitud fue confrontada por el profeta. El mensaje que subyace bajo este refrán es claro: estamos padeciendo por el pecado de nuestros padres. Por eso el Señor les dice lo mismo:

“Vivo Yo,” declara el Señor Dios, “que no volverán a usar más este proverbio en Israel. Todas las almas son Mías; tanto el alma del padre como el alma del hijo Mías son. El alma que peque, ésa morirá (Ez. 18:3-4).

Aquí una vez más Dios corrige la fatalista noción de que los hijos serán víctimas de una sentencia irreversible por culpa de los padres.

Esta idea también es asumida por los discípulos en el Evangelio de Juan. Ellos le preguntaron a Jesús si la ceguera de un hombre era el resultado del pecado de un antepasado. A la inquietud de los discípulos, él les respondió:

“Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él. (Jn. 9:3).

Una vez más, esta excesiva (y hasta enfermiza) inclinación de interpretar las desgracias de las personas como una consecuencia de los pecados de un antepasado es confrontada por Jesús, quien les dice que esta ceguera solo sirve para glorificar a Dios.

Ese énfasis de maldiciones generacionales casi siempre despoja al creyente de asumir su responsabilidad personal. Y lo que es más delicado: no lo motiva a procurar el arrepentimiento por sus propios pecados. 



El daño que esto causa
Muchas y lamentables son las consecuencias que la enseñanza de las ataduras o maldiciones generacionales han traído a la iglesia. Algunos en el pueblo de Dios están ávidos por buscar que alguien les practique una sesión de liberación, pues creen que esa atadura solo pierde su poder con esta práctica. En otros casos, el creyente que se siente inocente esquivará su responsabilidad personal y no procurará el arrepentimiento. Pero también están los que han sido decepcionados por las implicaciones de esta enseñanza. Aquellos que han sido objeto de una liberación y que con el tiempo el pecado o las consecuencias de un pecado reflotaron experimentan desilusión con el evangelio o las Escrituras. Otros quizá lo resuelven sometiéndose periódicamente a estas liberaciones.

Por lo tanto, en concordancia con la enseñanza bíblica debemos concluir que la doctrina de las maldiciones generacionales es teológicamente deficiente y en la práctica es muy nociva para el creyente y la iglesia en general.



La alternativa bíblica
Pero entonces, ¿qué hacer si en la vida diaria parece que somos inclinados a practicar los mismos pecados de nuestros antepasados? ¿Cómo librarnos de esa influencia?

Para empezar respondiendo a esta legítima pregunta, debo establecer que los hombres nacemos muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1), y que nuestro corazón está inclinado siempre y únicamente hacia el mal (Gn. 6:5). Solo por la intervención soberana de Dios, los hombres somos regenerados y recibimos un nuevo corazón. En otras palabras, Dios nos hace nacer de nuevo (Jn. 3:3). Cuando el hombre se arrepiente de sus pecados, abandona sus malos caminos y se vuelve a Cristo en obediencia, está dando la gloriosa evidencia de su nuevo nacimiento. Es por eso que el apóstol Juan decía: “Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él. No puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn. 3:9). Esto quiere decir que cuando una persona nace de nuevo, se arrepiente y abandona sus pecados, no mostrará un patrón pecaminoso de conducta. El creyente peca, pero no practica el pecado como un estilo de vida. Tomando como referencia las palabras de Juan, concluimos que la práctica abierta y permanente de un pecado, en la mayoría de los casos es una evidencia de que esa persona no nació de nuevo, y que nunca se arrepintió de sus pecados. Si ese es tu caso, entonces debes reconocer tu necesidad de salvación, arrepentirte de tu maldad, y depositar tu confianza solo en Jesucristo para el perdón de tus pecados. La biblia enseña que todo aquel que viene a Cristo, Él no le echa fuera. Corre al Señor y Él te recibirá y te dará descanso (Jn. 6:37 & Mt. 11:28-29).

Sin embargo, ¿qué sucede con alguien que da evidencia de su regeneración y ha mostrado los frutos de su arrepentimiento, pero todavía lucha con alguna forma de pecado, adicción o inclinaciones de sus antepasados?

La inquietud también es legítima, y la biblia también nos responde al respecto. Aquí es importante destacar que desde el momento de nuestra conversión, empieza en el creyente el proceso conocido como santificación. Se le llama así al proceso por medio del cual, desde la conversión, Dios hace al creyente más libre de la influencia del pecado y lo transforma a la semejanza de Cristo. Pero este proceso es gradual y dura toda la vida. Y aunque es una obra de Dios, el creyente también participa del mismo. Esta es la enseñanza que Pablo expone en Romanos 6. Por eso dice, “Por tanto, no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal para que no obedezcáis sus lujurias” (Ro. 6:12). Es decir, no se dejen gobernar por el pecado.

La vida de un genuino creyente se caracteriza por una constante lucha contra el pecado. El hombre regenerado batalla por no pecar, y cuando lo hace siente una profunda convicción. Siente tristeza y amargura por haberle fallado a su Salvador.

Pero no debemos olvidar que el llamado del creyente es a negarse a sí mismo, a tomar su cruz cada día, y seguir a Jesús (Lc. 9:23). Pablo nos llama a hacer morir lo terrenal en nosotros (Col. 3:5) y por medio del Espíritu a hacer morir las obras de la carne (Ro. 8:13). Pedro exhortaba a los creyente a que se abstengan “de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Ped. 2:11).

Parte de esta batalla es la actitud permanente de procurar el arrepentimiento. Un creyente es un pecador que reconoce cuando falla y se arrepiente genuinamente de su pecado. En este sentido, Lutero fue enfático al destacar en la primera de sus 95 tesis que el arrepentimiento es el estilo de vida de un creyente.

Pero en la santificación, es importante recordar que aunque se nos manda ocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor, también se nos dice que Dios es quién produce en nosotros el querer como el hacer por su buena voluntad (Fil. 2:12-13). Es decir que Dios nos pide algo, pero él también nos da la capacidad para obedecerlo. ¡Qué gloriosa promesa! El gran Agustín captó esta verdad en su famosa oración: “Pídeme lo que quieras, y dame lo que me pides”. La gracia de Dios no solo perdona nuestros pecados, sino también nos capacita para vivir la vida cristiana.

Además, debemos decir que nuestra santificación será proporcional al entendimiento que tengamos de la persona y la obra de Jesucristo. Es decir, nuestra santidad se corresponde en gran medida a nuestro entendimiento del evangelio. Mientras más comprendamos lo que Cristo hizo en la cruz, mayor será nuestro anhelo por crecer en su semejanza. Para el efecto, la constante exposición de la Palabra será determinante. La Palabra de Dios tiene un poder santificador en la vida del creyente. Por eso Jesús le dijo a sus discípulos: “Ustedes ya están limpios por la palabra que les he hablado” (Jn. 15:3).

Debemos recordar que Cristo Jesús obtuvo eterna, segura, y completa salvación. En Él estamos completos, decía Pablo (Col. 2:10). Es decir, Cristo es la provisión de Dios para el gran problema del pecador. En Cristo tenemos todo lo que necesitamos para nuestra redención, para nuestro crecimiento espiritual, y solo en Él tenemos lo necesario para una vida plena y llena del poder de Dios. Más que mirar al pasado a ver qué tipo de maldición pudiéramos estar sufriendo, miramos a la cruz y vemos como ahora somos benditos en Él.


 Fuente: Coalición por el Evangelio


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